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Ecos

Sin rastro de Dios

15 julio 2006
Primero un golpecito leve en el hombro, luego dos más, y dos más, cada vez más intensos.

Despertó, al fin. Abrió lo ojos. Un pordiosero le miraba curiosidad. Olía mal. Le dolía la cabeza y era de noche, el suelo estaba sucio. No era un lugar agradable. Nunca había estado en un lugar así. Añoró su cama. Descansar, necesito descansar.

—Perdone señor, ese sitio es mío— dijo el pordiosero, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿Qué sitio?— preguntó, confuso.

—Ese portal. Ahí es donde duermo todas las noches, es… mi casa.

Su casa. A cualquier cosa le llaman casa hoy en día. Esa no era su casa, era su hogar. “Tu hogar está allí donde te halles tu y se hallen tus seres queridos”. Odiaba esa retórica, tópicamente hipócrita, como si de una misa se tratase. El hogar se hallaba allí donde se vivía, independientemente de los seres queridos. El hogar se mueve contigo, la casa moldea tus movimientos para que asientes tu hogar. Esa no era una casa, en las casas no hacía frío. Y allí sí hacía frío. El esmoquin estaba empapado, debía de haber llovido. El silencio invadía todo, era incómodo, el silencio sólo es agradable cuando tienes enfrente a alguien que merezca la pena observar. La cabeza le daba vueltas, debía recordar como había llegado hasta allí, ¿qué pasó anoche? Recordaba risas, muchas risas, y a mucha gente bailando y bebiendo. Y se recordó a si mismo, como una extensión de un universo redundante, mirándose al espejo, riendo y bebiendo. Cada vez entendía menos porqué estaba allí. Él no debía estar allí.

—Oiga, me quiere dejar mi sitio, que necesito dormir— volvió a interrumpir el pordiosero impacientemente.

—No me hable con ese tono. ¿Tiene usted idea de quien soy yo?

—No, pero tengo idea de quién no es. No es Dios. Sólo Dios merece ese sitio más que yo.

—Yo soy lo más cercano a un dios que vaya usted a conocer nunca.

—Primero cámbiese de ropa, véndese el brazo y deje de mearse en los pantalones y después podrá considerarse lo que quiera.

Se miró el brazo derecho. Estaba sangrando. No le dolía. ¿Por qué? Tenía un corte profundo. Estaba perdiendo mucha sangre. No le dolía, estaba tan adormilado que no oía el gemido de la herida.

Se levantó, dejó que el pordiosero se tumbase y se dirigió al hospital más cercano.


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